Domingo 17 de Noviembre del 2024

Semana XXXI del tiempo ordinario

Hermanas y hermanos, estamos a punto de terminar nuestro año litúrgico es como espontáneo dirigir la atención hacia el final. Y cuando la Escritura se refiere al final es el gran final, es lo realmente último, es decir, aquello que ya no será sucedido por nada más, aquello que lleva la marca de lo definitivo. El lenguaje apocalíptico causa fácilmente desconcierto. En español asociamos “apocalíptico” con aquello que es trágico y afecta a muchas personas a la vez, como decir una devastación, una bomba de gran poder, un terremoto, un deslizamiento de tierra. La palabra apocalipsis significa “revelación,” o más precisamente: de-velamiento. La literatura apocalíptica es un modo de leer el conjunto de la Historia humana para responder a la pregunta: ¿y al final qué queda de todo esto? 

Pero el mensaje no es de devastación sino de esperanza. De lo que se trata en esta clase de literatura es de afirmar que el desenlace último no puede excluir a Dios sino que en realidad le pertenece a Él. Incluso cuando vemos que poderes muy grandes se levantan contra Dios, e incluso cuando veamos que una batalla encarnizada se desarrolla ante nuestros ojos, e incluso cuando veamos que muchos tienen que entregar hasta su vida por ser consecuentes en su fe, incluso en todo ello podemos estar seguros de que vale la pena enseñar la justicia, como dice la primera lectura de hoy. 

Jesús en su discurso habla de dos finales. Uno es el final de la Historia humana en cuanto tal; otro es el final del orden que hasta entonces regía para el pueblo judío, o sea, el orden que tenía como presencia más visible el templo de Jerusalén. Cuando él dijo que no pasaría esa generación sin que “todo” se cumpliera se refería en parte a sí mismo, pues su vida sobre esta tierra tocaba a su final, y de hecho en su muerte se cumplieron algunos de los signos que él describe, pero se refería en parte también al final de Jerusalén, como lo muestran, sin duda, otros textos de tono apocalíptico en discursos suyos. 

La fe, entonces, es mucho más que uno entre tantos métodos para portarse bien en la sociedad y ser capaz de convivir con otros. Creer no es sólo ser buena persona; es comprender y proclamar que hay uno que es Señor, y que su señorío lo abarca todo, como su ciencia y como su misericordia. 

Feliz y bendecida semana hermanas y hermanos.

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