La Epifanía del Señor
Hermanas y hermaanos, la epifanía debería ir precedida de aquello que decimos en el prefacio de la Santa Eucaristía: “¡levantemos el corazón!” Dios se manifiesta en Jesús: tal es el contenido maravilloso, inagotable, precioso sobre toda hermosura, de esta fiesta singular. Ahora pues que la Belleza Increada deja escuchar su voz, y somos convocados a gozarnos en la visión del Eterno, vengan a acompañarnos y sean guías nuestros: un corazón contemplativo, unos oídos capaces de escuchar y un corazón capaz de acoger.
Jesús entero podría llamarse como se llama esta fiesta: Epifanía. “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, dijo él una vez a Felipe (Jn 14,9), y muchas veces a nosotros. Nos lo repite cada vez que sentimos lo que sintió Felipe: “Muéstranos al Padre, y eso nos basta” (Jn 14,8). ¿Has conocido la punzante inquietud que sienten los niños que nunca han conocido a su papá, especialmente cuando llegan a la juventud? ¿Has visto con qué ansiedad buscan ese rostro, esa referencia existencial, esa primera clave de lectura que sólo un papá puede darles? Algo así tiene el alma humana, algo incisivo, que nada puede apagar, algo que nos dice gritar con Felipe. “¡muéstranos al Padre!”. La respuesta a este clamor, el descanso de esta zozobra es Jesús: ver a Jesús, reposar en Jesús. Él es nuestra epifanía.
Solemos imaginar lo más bello como más oneroso. Los perfumes delicados, los vestidos finos, las joyas fastuosas significan siempre precios inalcanzables, dinero a montones, costos imposibles. No es así con Jesús. El más bello es también el más humilde; el más santo es también el más cercano; el más sabio es también el más comprensible; el más puro es también el más amigable y el más acogedor. Su grandeza no nos aplasta sino que nos levanta; su pureza no nos humilla sino que nos limpia. Eso es lo grande de esta Epifanía.
Jesús es el llamado de la belleza sin límites pero también de la humildad sin límites. Porque, en el fondo, la humildad es bella y la belleza es humilde. Un rostro hermoso y petulante puede halagar los sentidos, pero a precio de entristecer el alma, y eso en realidad no es hermosura. Sólo Jesús, en la dulce paz de su presencia sin escándalos, en la serena palabra de su corazón cargado de amor, puede manifestar al hombre esa belleza que no cansa, que no se repite, que siempre refresca.