Semana XXX del tiempo ordinario
Hermanas y hermanos, las lecturas de hoy tienen un delicioso sabor de alegría. Es el gozo del pueblo que vuelve a casa, en la primera lectura; es la solemne ventura del llamado al sacerdocio, en la segunda lectura; es la felicidad desbordante del ciego curado en el evangelio.
Y es que el Evangelio mismo lleva escrito en su propio nombre la alegría, porque es “buena noticia”. ¿Cuál es la Buena Noticia? Que tenemos a Emmanuel, a “Dios-con-nosotros”, como lo llamó el ángel en el texto según san Mateo (Mt 1,23). Y esa alegría la percibimos y la proclamamos con más fuerza cuanto mayor era nuestra urgencia de ser salvos, de ser curados, de ser guiados, de ser liberados. Esto explica bien quiénes son y quiénes serán los que primero descubran las riquezas del mensaje y la persona de Jesucristo.
En un documento quizá poco apreciado del magisterio de Pablo VI, “Gaudete in Domino” (Alegraos en el Señor), encontramos algunas reflexiones sobre esos momentos en que la alegría parece recibir una “contestación”, una contradicción dolorosa. ¿Cómo no ver a la vez que la alegría es siempre imperfecta, frágil, quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia de lo que constituye, más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta. la experiencia de la finitud, que cada generación vive por su cuenta, obliga a constatar y a sondear la distancia inmensa que separa la realidad del deseo de infinito.
Meditamos en la alegría que Jesús nos trae, porque nos sana, instruye, libera y alimenta. Hoy es un buen día para reflexionar también en la alegría misma de Jesús, siguiendo de nuevo las enseñanzas de Pablo VI en el documento citado. Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el evangelio de San Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: “Tu eres mi hijo amado, mi predilecto”.