Tercera semana de Adviento
Hermanas y hermanos, cada una de las lecturas de hoy trae una enseñanza espiritual de vida muy grande. Bendigamos a Dios y avancemos con ánimo atento, humilde y orante en el banquete que la Iglesia nos ofrece. La tónica, como en todo el Adviento, es de esperanza; mirada al futuro, certeza de un bien que ha de llegar y para el cual conviene estar preparados y purificados. El triunfo de la redención es manifestación de la soberanía de Dios sobre su creación. Cuando hablamos mucho de esperanza existe siempre el riesgo de considerar esta palabra sólo en su sentido pasivo. Esperar, en este sentido reducido, es sencillamente aguardar, resistir, aguantar. El amor, acto propio de la voluntad, y el conocimiento, acto propio de la inteligencia, han de mantenerse en movimiento hacia Jesucristo. Es como decir: todo nuestro ser. Los cristianos nunca obramos “porque sí”, ni por simple costumbre, por la presión de la mayoría o por la sugestión de la propaganda. Nuestro dinamismo vital, la dirección íntima de nuestras decisiones chicas y grandes lleva el sello de un encuentro, personal y comunitario a la vez, con el Rey de la Historia.
El evangelio de hoy, por su parte, nos aproxima al borde del gran momento. La figura humilde y señera de Juan aparece en el horizonte. Se le nombra junto a hombres que la historia universal considera grandes: el emperador, el procurador romano, los tetrarcas y pontífices. Sin embargo, toda la grandeza de Juan no viene de su relación con estos poderosos de la tierra, sino con algo nuevo, algo que viene de los cielos: la salvación de Dios.
Lo otro que llama nuestra atención es que todos aquellos grandes personajes, que se conocían entre sí, tenían su sede y gobierno en espléndidos palacios y buscaban las grandes ciudades; se rodeaban de fuerza y hacían alianzas de dinero, parentesco y ejércitos numerosos y feroces. Todo esta lógica resulta tan impactante como ridícula cuando vemos que “vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías.” Es bueno entonces que ya desde el Adviento sepamos que el que ha de venir tiene su propio estilo y no se paga mucho de las apariencias que suelen desvelarnos.