Tercera semana del tiempo ordinario
Hermanos y hermanas, la primera lectura de hoy se ubica en un periodo muy doloroso de la historia del pueblo elegido. Un periodo que sin embargo estaba lleno de esperanza. Los hechos concretos son: los hebreos están de vuelta del destierro y enfrentan la tarea inmensa de reconstruir su ciudad pero sobre todo de volver a construirse interiormente. Nehemías es el gran líder laico de esa época, mientras que Esdras es el líder sacerdotal. Juntos, de distintas maneras ayudarán en ese proceso de reconstrucción espiritual y material. Y aunque las cosas nunca volvieron a ser lo que eran en tiempos de Salomón, por dar un ejemplo, a través de estos esfuerzos Dios preparó la esperanza y la fe de su pueblo humillado y humilde. Podemos decir que estamos como en la recta final hacia la llegada del Mesías, aunque faltaban unos 400 años para eso.
Por ello el llanto del pueblo es algo muy profundo. Los levitas les están explicando el sentido de lo que ellos están escuchando. No hay pues obstáculos entre el Corazón de Dios y el de su pueblo: la verdad fluye, el amor fluye, la compasión fluye; por eso mismo: el arrepentimiento, el agradecimiento y luego la alegría fluyen. Si los científicos aseguran que de las aguas saladas del mar brotó la vida, nosotros podemos decir que del llanto, del llanto profundo del dolor y del amor, nace la nueva vida de la gracia.
También en el evangelio de hoy hay una lectura, un texto que se lee. Y quien le da su voz a este texto no es otro sino Jesús mismo. Captemos la belleza y solemnidad del momento: es Cristo, la Palabra de Dios, prestándole su voz a la Palabra escrita, a la Alianza Antigua. Podemos decir que cuando Cristo lee la Escritura algo único sucede porque es como si el texto saliera, saltara por encima de las letras, y cobrara o manifestara una vida que no le conocíamos. Quizá hay algo de esto en aquella expresión que dice el mismo Señor: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.”
El acto de la boca de Cristo, al pronunciar esas palabras, desata su sentido más hondo, que no era simplemente el retorno del destierro a Babilonia, ni mucho menos el desquite contra los enemigos de Israel, sino la acción profunda y duradera del amor de Dios que salva.